Y por el fin el sábado 30 de mayo llegó y nos reunió a todos en las callejuelas ancladas en el tiempo del precioso pueblo de Val de San García. Era temprano, las 9 de la mañana, porque sabíamos que esta vez el calor podía pillarnos en una jornada que se esperaba larga y ardua. Esto, sin embargo, no arredró a los casi 80 participantes que se congregaron en la plazuela, junto a la iglesia y el centro social. Aves muy madrugadoras como Antonio, que asistía a su primera jornada y venía desde Madrid, ansioso por “hacer nuevos amigos”, y que se presentó el primerito. O como María Jesús, quien también se estrenaba y que apenas hablaba, maravillada por sentirse “abrazada con tanta naturaleza”.
Luisa, nuestra guía de turismo e
historiadora veterana en estos lares, guió a un primer grupo por las
calles empedradas y nos sumergió en siglos pasados. Vimos las piedras grabadas
en las paredes, con escudos y palabras que habían resistido casi 400 años. Las
pequeñas ventanas sólidamente enmarcadas por gruesos sillares, y los diseños de
colores resistiendo al tiempo. Tradiciones y simbolismos que nos dieron una
idea de lo que pensaban y sentían los antiguos pobladores. El pueblo del Val
está siendo muy cuidado por sus habitantes, quienes juntos participan en
“hacenderas” para recomponer las calles, tratando de conservar en las nuevas
construcciones la armonía con su entorno. Hace unos días han terminado de
reparar el portalillo de su iglesia parroquial dedicada a San Pedro Advíncula.
Tras una breve introducción ante el grupo,
iniciamos la salida a las 10. Un primer tramo empinado que comenzó a poco
de pasar el pequeño cementerio. Una vieja noguera marcaba el inicio, la
“Noguera de las Ánimas”, propiedad conjunta del pueblo, y cuyos frutos, una vez
vendidos, daban peculio para pagar misas por los difuntos.
La "Noguera de las Ánimas", cerca del cementerio del Val. |
A mitad de subida por el agreste paisaje
plagado de romero, enebros y pequeñas encinas, hicimos parada para admirar el
increíble paisaje del valle de Val, con sus huertos y lomas. Fue una oportunidad
para recuperar un poco de aliento, al tiempo que conocíamos algo más sobre las
prácticas agrícolas que definen los paisajes del campo y el buen trabajo de los
agricultores. Escuchamos en el silencio, roto sólo por algunos trinos, y esto
nos hizo recordar que antaño, cuando la vida pululaba por nuestros pueblos
españoles –antes de la fuerte emigración a las ciudades- todo eran sonidos y
movimiento animado: perros, cencerros, rebuznos y balidos, las voces de niños y
mayores, las campanas…
Los restos de una margina de piedra o quitamiedos
guiaban casi todo el sendero, ya casi cubierto por las plantas. Casi terminando
la subida, nueva parada para aprender algo más sobre la curiosa y original
formación geológica de estos montes. Que cuando uno ve unas piedras alineadas
que parecen “crecer” de la tierra, no es tal, sino la manifestación de pliegues
y erosiones del suelo que a lo largo de millones de años fuerom recolocándose. ¡No
es posible mirar el terreno y las piedras del mismo modo sabiendo que es un ser
casi vivo en constante movimiento!
El terreno empinado nos dio un respiro y
por fin dejamos atrás la Fuente del Tejar para adentrarnos en el carril de
tierra que nos llevaba hasta el barranco de la Veguilla, y ahí ya estábamos en
terreno municipal de Canredondo, enfilando hacia Arillares. Porque resulta que
Arillares es como una pequeña isleta que sigue perteneciendo a Val de San
García. Con los generadores eólicos marcando el horizonte, hicimos un último
“sprint” hasta desembocar en el valle de la Ventanilla, que es como llaman por
aquí al antiguo vergel y huerta de Arillares. No sin antes hacer una parada de
reanimación y reagrupación, porque la subida había sido de las que se traen,
¡sobre todo siendo ya casi mediodía! Aprovechamos para visitar una paridera –o
“casilla” que llaman otros- que ha sido bien reconstruida, y conocer más sobre
su significado y utilización.
Y ya recompuestos, atacamos la última
parte del camino hacia el caserío de Arillares. La fila de caminantes era larga
y todos iban animados, “siguiendo al que tenían delante”, porque aunque esta
jornada nos llevó por senderos bien marcados, hubo tramos deslavados ya por el
tiempo, la maleza y los cultivos, que aviesamente se han apoderado de partes de
nuestros caminos.
El paraje de las casas de Arillares quita
el aliento, pero por suerte nos dio también sombra para sentarnos y darnos un
descanso merecido. Admiramos los imponentes “frailes”, formaciones rocosas
enmarcando uno de los lados del caserío. Alguno bebió también de su bonito
manantial, ya cubierto por juncos y yerbas pero que aún muestra las losas bien
colocadas, de las cuales, una de ellas es una estela reutilizada, exactamente
igual que otra que vimos después en Cifuentes.
A unos metros de esta fuente, el fantástico lodazal en el que disfrutan (u “hozan”) los jabalíes de la zona. Fue en este momento seguramente cuando muchos de los asistentes sintieron que la larga caminata estaba recompensando más allá de lo imaginado: Arillares es un remanso de paz y también de belleza natural.
En el “Catastro de Ensenada”, hacia
mediados del siglo 18, se describe la zona como de pastos de una calidad
extraordinaria. En aquel entonces, la "Dehesa de Arilllares" pertenecía a Torrecuadradilla, y el dueño de
todo aquello era el Duque de Medinaceli. Sus últimos
habitantes, agricultores que trabajaban las tierras del valle, dejaron el
lugar poco antes de 1920. Existe una leyenda de Arillares en la que se dice que
la última vecina se fue a vivir al Val, trayéndose la campana que allí había, y una vez que quisieron bajar la campana a Cifuentes, la mula se negaba y siempre se volvía al Val.
La estela de la barbacana de Cifuentes procede del cementerio medieval que hubo ahí. |
A unos metros de esta fuente, el fantástico lodazal en el que disfrutan (u “hozan”) los jabalíes de la zona. Fue en este momento seguramente cuando muchos de los asistentes sintieron que la larga caminata estaba recompensando más allá de lo imaginado: Arillares es un remanso de paz y también de belleza natural.
El regreso lo hicimos por un sendero
distinto, que es el auténtico que seguían las caballerías y personas de antaño.
Algunas personas iban prevenidas, ya que se habían contado historias de lobos
sueltos, pero nadie se amilanó por ello.
Al llegar al antiguo tejar, junto a la
fuente, lo visitamos y nos explicaron su uso. La fuente ya estaba seca (apenas
un hilillo de agua), porque por estas fechas la sequía comienza a afectar a
nuestros manantiales naturales, así que sin demorarnos más, encaramos el
regreso hacia Cifuentes, no sin antes adentrarnos por lo que parecía que era
puro campo y maleza. Íbamos todos derechos a otro rincón inesperado: la cueva
de “La noguera de la cueva”. Es una cueva natural producto de la disolución de
los carbonatos, en parte coadyuvada por una falla observable en la foto aérea.
En sus paredes pudimos apreciar las nuevas rocas –espeleotemas– que aún siguen
creciendo en la actualidad, y también algunos de las múltiples “bolsadas” de
brechas (conglomerados de cantos angulosos) que sellaron oquedades previas. Su
curiosa morfología y ubicación dio pie para una interesante explicación
geológica sobre la formación de cavidades por disolución de la roca de
carbonato (en este caso concreto llamada dolomía), y la precipitación del
carbonato disuelto para dar lugar a estalactitas y estalagmitas y otros
espeleotemas. Pero quizás lo más importante, por próximo, es que en ella se han
encontrado vestigios de hábitat prehistórico.
Era tarde y algunos iban cansados, pero
nadie quiso perderse el último tramo de bajada a Cifuentes por el camino
antiguo que seguían los moradores de la zona: mucho más directo y, al menos en
dirección a Cifuentes, cómodo. Menuda cuesta abajo, de guijarros, y vaya paisaje
espectacular, sazonado de encinas, aliagas y florecillas. ¡Ahí sí que vinieron
bien las buenas botas tobilleras!
La llegada a Cifuentes fue algo tardía,
ya que esta jornada ha sido la más larga de todas (casi 13 km). Eso no impidió
que tras un buen yantar en el claustro del convento de San Blas, un nutrido
grupo marchara en visita guiada del pueblo para terminar, ya avanzada la tarde
y con los que quisieron seguir la socialización, tomando un buen refresco en el
bar, charlando y recitando coplas, riendo y compartiendo. Seguros de una cosa:
la larga y rica jornada del Val a Arillares y hasta Cifuentes es uno de los
recorridos más bonitos que tenemos en esta región. ¡Y está lleno de sorpresas!
Fin de la jornada en el manantial de La Balsa de Cifuentes. |
¡Gracias a Eduardo por las fotos!
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