17/06/2015

El camino de Val de San García a Arillares y Cifuentes


Y por el fin el sábado 30 de mayo llegó y nos reunió a todos en las callejuelas ancladas en el tiempo del precioso pueblo de Val de San García. Era temprano, las 9 de la mañana, porque sabíamos que esta vez el calor podía pillarnos en una jornada que se esperaba larga y ardua. Esto, sin embargo, no arredró a los casi 80 participantes que se congregaron en la plazuela, junto a la iglesia y el centro social. Aves muy madrugadoras como Antonio, que asistía a su primera jornada y venía desde Madrid, ansioso por “hacer nuevos amigos”, y que se presentó el primerito. O como María Jesús, quien también se estrenaba y que apenas hablaba, maravillada por sentirse “abrazada con tanta naturaleza”.
Vano de sillería con hermosa decoración en el dintel.
Luisa, nuestra guía de turismo e historiadora veterana en estos lares, guió a un primer grupo por las calles empedradas y nos sumergió en siglos pasados. Vimos las piedras grabadas en las paredes, con escudos y palabras que habían resistido casi 400 años. Las pequeñas ventanas sólidamente enmarcadas por gruesos sillares, y los diseños de colores resistiendo al tiempo. Tradiciones y simbolismos que nos dieron una idea de lo que pensaban y sentían los antiguos pobladores. El pueblo del Val está siendo muy cuidado por sus habitantes, quienes juntos participan en “hacenderas” para recomponer las calles, tratando de conservar en las nuevas construcciones la armonía con su entorno. Hace unos días han terminado de reparar el portalillo de su iglesia parroquial dedicada a San Pedro Advíncula.

Tras una breve introducción ante el grupo, iniciamos la salida a las 10. Un primer tramo empinado que comenzó a poco de pasar el pequeño cementerio. Una vieja noguera marcaba el inicio, la “Noguera de las Ánimas”, propiedad conjunta del pueblo, y cuyos frutos, una vez vendidos, daban peculio para pagar misas por los difuntos.

La "Noguera de las Ánimas", cerca del cementerio del Val.
A mitad de subida por el agreste paisaje plagado de romero, enebros y pequeñas encinas, hicimos parada para admirar el increíble paisaje del valle de Val, con sus huertos y lomas. Fue una oportunidad para recuperar un poco de aliento, al tiempo que conocíamos algo más sobre las prácticas agrícolas que definen los paisajes del campo y el buen trabajo de los agricultores. Escuchamos en el silencio, roto sólo por algunos trinos, y esto nos hizo recordar que antaño, cuando la vida pululaba por nuestros pueblos españoles –antes de la fuerte emigración a las ciudades- todo eran sonidos y movimiento animado: perros, cencerros, rebuznos y balidos, las voces de niños y mayores, las campanas…

Los restos de una margina de piedra o quitamiedos guiaban casi todo el sendero, ya casi cubierto por las plantas. Casi terminando la subida, nueva parada para aprender algo más sobre la curiosa y original formación geológica de estos montes. Que cuando uno ve unas piedras alineadas que parecen “crecer” de la tierra, no es tal, sino la manifestación de pliegues y erosiones del suelo que a lo largo de millones de años fuerom recolocándose. ¡No es posible mirar el terreno y las piedras del mismo modo sabiendo que es un ser casi vivo en constante movimiento!

La jara estepa (Cistus laurifolius) nos recibió florida y verdeando.
El terreno empinado nos dio un respiro y por fin dejamos atrás la Fuente del Tejar para adentrarnos en el carril de tierra que nos llevaba hasta el barranco de la Veguilla, y ahí ya estábamos en terreno municipal de Canredondo, enfilando hacia Arillares. Porque resulta que Arillares es como una pequeña isleta que sigue perteneciendo a Val de San García. Con los generadores eólicos marcando el horizonte, hicimos un último “sprint” hasta desembocar en el valle de la Ventanilla, que es como llaman por aquí al antiguo vergel y huerta de Arillares. No sin antes hacer una parada de reanimación y reagrupación, porque la subida había sido de las que se traen, ¡sobre todo siendo ya casi mediodía! Aprovechamos para visitar una paridera –o “casilla” que llaman otros- que ha sido bien reconstruida, y conocer más sobre su significado y utilización.

Y ya recompuestos, atacamos la última parte del camino hacia el caserío de Arillares. La fila de caminantes era larga y todos iban animados, “siguiendo al que tenían delante”, porque aunque esta jornada nos llevó por senderos bien marcados, hubo tramos deslavados ya por el tiempo, la maleza y los cultivos, que aviesamente se han apoderado de partes de nuestros caminos.

Restos de las casas de Arillares, hoy despoblado.
El paraje de las casas de Arillares quita el aliento, pero por suerte nos dio también sombra para sentarnos y darnos un descanso merecido. Admiramos los imponentes “frailes”, formaciones rocosas enmarcando uno de los lados del caserío. Alguno bebió también de su bonito manantial, ya cubierto por juncos y yerbas pero que aún muestra las losas bien colocadas, de las cuales, una de ellas es una estela reutilizada, exactamente igual que otra que vimos después en Cifuentes.

La estela de la barbacana de Cifuentes procede del cementerio medieval que hubo ahí.

A unos metros de esta fuente, el fantástico lodazal en el que disfrutan (u “hozan”) los jabalíes de la zona. Fue en este momento seguramente cuando muchos de los asistentes sintieron que la larga caminata estaba recompensando más allá de lo imaginado: Arillares es un remanso de paz y también de belleza natural.

Manantial de Arillares, con la estela medieval que sirve de poyo para agacharse a beber.
En el “Catastro de Ensenada”, hacia mediados del siglo 18, se describe la zona como de pastos de una calidad extraordinaria. En aquel entonces, la "Dehesa de Arilllares" pertenecía a Torrecuadradilla, y el dueño de todo aquello era el Duque de Medinaceli. Sus últimos habitantes, agricultores que trabajaban las tierras del valle, dejaron el lugar poco antes de 1920. Existe una leyenda de Arillares en la que se dice que la última vecina se fue a vivir al Val, trayéndose la campana que allí había, y una vez que quisieron bajar la campana a Cifuentes, la mula se negaba y siempre se volvía al Val.

El regreso lo hicimos por un sendero distinto, que es el auténtico que seguían las caballerías y personas de antaño. Algunas personas iban prevenidas, ya que se habían contado historias de lobos sueltos, pero nadie se amilanó por ello.

Raúl nos da la explicación geológica del origen de la cueva de "La noguera de la cueva"
Al llegar al antiguo tejar, junto a la fuente, lo visitamos y nos explicaron su uso. La fuente ya estaba seca (apenas un hilillo de agua), porque por estas fechas la sequía comienza a afectar a nuestros manantiales naturales, así que sin demorarnos más, encaramos el regreso hacia Cifuentes, no sin antes adentrarnos por lo que parecía que era puro campo y maleza. Íbamos todos derechos a otro rincón inesperado: la cueva de “La noguera de la cueva”. Es una cueva natural producto de la disolución de los carbonatos, en parte coadyuvada por una falla observable en la foto aérea. En sus paredes pudimos apreciar las nuevas rocas –espeleotemas– que aún siguen creciendo en la actualidad, y también algunos de las múltiples “bolsadas” de brechas (conglomerados de cantos angulosos) que sellaron oquedades previas. Su curiosa morfología y ubicación dio pie para una interesante explicación geológica sobre la formación de cavidades por disolución de la roca de carbonato (en este caso concreto llamada dolomía), y la precipitación del carbonato disuelto para dar lugar a estalactitas y estalagmitas y otros espeleotemas. Pero quizás lo más importante, por próximo, es que en ella se han encontrado vestigios de hábitat prehistórico.

Era tarde y algunos iban cansados, pero nadie quiso perderse el último tramo de bajada a Cifuentes por el camino antiguo que seguían los moradores de la zona: mucho más directo y, al menos en dirección a Cifuentes, cómodo. Menuda cuesta abajo, de guijarros, y vaya paisaje espectacular, sazonado de encinas, aliagas y florecillas. ¡Ahí sí que vinieron bien las buenas botas tobilleras!

El claustro del Convento de San Blas nos acogió para la comida.
La llegada a Cifuentes fue algo tardía, ya que esta jornada ha sido la más larga de todas (casi 13 km). Eso no impidió que tras un buen yantar en el claustro del convento de San Blas, un nutrido grupo marchara en visita guiada del pueblo para terminar, ya avanzada la tarde y con los que quisieron seguir la socialización, tomando un buen refresco en el bar, charlando y recitando coplas, riendo y compartiendo. Seguros de una cosa: la larga y rica jornada del Val a Arillares y hasta Cifuentes es uno de los recorridos más bonitos que tenemos en esta región. ¡Y está lleno de sorpresas!

Fin de la jornada en el manantial de La Balsa de Cifuentes.

¡Gracias a Eduardo por las fotos!

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